Valentía
Las ganas y el valor, la verdad y los sanguches. Escribir y sentir la vida que vos quieras
Hace unos días en una reunión de trabajo discutimos sobre el valor. Y sobre la valentía. Es una idea que veo dando vueltas donde uno más ve hoy las ideas: en publicidades, en redes sociales, en los frutos del algoritmo sobre la deriva cotidiana. En mi trabajo hablamos mucho de valor, pero del valor de algo, de las propuestas de valor, de generar valor, de que algo tenga valor. Tanto que a veces me olvido de pensar la palabra como lo que es, un abanico de sentido. Valor y valentía. Valer para alguien. Crear y tener, valor. En esa charla me apareció algo que cada tanto me aparece, desde hace años, algo que leí, que creo es un verso de un poema, pero no se de quién: nadie tiene el valor de decir yo. Cuando terminó la reunión le mandé la frase por whatsapp a la persona con la que discutíamos y hablamos de la valentía y de las ganas. En esa línea, en ese verso, parece que el abanico se cierra y valentía y valor están juntas. Lo de las ganas me sonó a algo y terminé recordando qué era. Leí sobre las ganas en un libro sobre Federico Peralta Ramos. Lo googleo y lo encuentro así:
Creo que leí sobre Peralta Ramos dos veces en mi vida y en dos momentos muy distintos. La primera vez en el Radar, viviendo solo en el monoambiente con patio en la calle Arévalo y me pareció un personaje hermoso. La segunda vez fue un libro sobre él que me regalaron ya yo viviendo en familia en Recoleta, el barrio en el que aparece dando vueltas en su deriva bohemia. Encontré otro tipo, luminoso pero también gris, con claroscuros, que se fue joven, que como obra dejó cosas sueltas, más cerca de estas fotocopias de manual. Un tipo que parecía acorralado por el lugar de donde venía, su familia, su origen. La segunda vez me hizo pensar más en mi vida, en lo que hacía y en lo que no, en si tenía alguna guía que me ayudara a pensar lo que hago y por qué lo hago. En si hacía lo que hacía con ganas, si tenía ganas de seguir haciendo lo que hacía. Si podría resumir en una lista lo que creo. No supe qué responderme.
Hay que andar liviano en este mundo era algo que decía mucho mi papá. En una época de su vida leía mucho sobre las historias de los caminantes, crotos y linyeras. Tenía libros de ediciones pequeñas que contaban historias de algunos de ellos. Me insistió mucho para que los leyera y los leí. Ahí aprendí sobre qué era un mono, sobre el origen de la palabra croto, sobre la vida de algunos de esos hombres. También mandó a hacer y me regaló un fierro de unos 30 cm con punta en un lado y un gancho en el otro extremo que, me explicó, era lo único que alguien necesitaba para vivir. Eso servía para clavar en la tierra y con un fuego al lado cocinar un pedazo de carne colgada del gancho o calentar agua para el mate. Era pequeño para poder llevarlo de viaje.
Recordé todo esto porque Mariana, la hermana de Caro, contó que en Sarmiento, el pueblo de Franco, su pareja y donde ambos viven, cuando se hace un encuentro de amigos cada uno lleva su mono, que es plato, vaso, cubiertos todo envuelto en un repasador. Le conté que así se llamaba lo que llevaban los crotos, sus pertenencias envueltas en un trapo de tal manera que se puedan colgar de un palo y llevar en el viaje. Le conté cómo conocía la historia. Lo que no le conté es que eso que me decía mi viejo me parecía muy bello y a la vez muy terrible. Esa idea de necesitar poco, de no estar aferrado a nada. ¿No está bueno estar aferrado a algunas cosas? ¿Qué cosas son parte de lo que somos y hacemos? ¿Es posible no estar aferrado a nada? ¿Qué es lo indispensable?
Esta imagen es de El Taladro, una parrilla en Martinez. Caímos ahí con Caro y los chicos, un fin de semana que habíamos ido a Zona Norte a ver algo en el departamento de ella. Una recomendación nos llevó ahí, tuvimos que esperar y al final nos dieron una mesa que nos gustaba, justo en la esquina, del lado de la pared del local. A un lado estaba esta mesa llena de gente, comiendo, tomando clericó, haciendo sobremesa. En la televisión jugaba Banfield, justo ese día, justo a esa hora. Cuando se fue la gente la mesa quedó así. Me pareció muy bello, las 5 esquinas, la mesa con los restos, las bicicletas atadas, las edificaciones bajas, las lamparitas apagadas, las sillas de Coca Cola, el mantel, las sombras. En esa mesa en algún momento tal vez todo fueron ganas. De comer, de beber, de hablar, de escuchar, de juntarse. De perder e tiempo, de no perder el tiempo, como dice el Manifiesto gánico en los puntos 4 y 5. Pensé que esa situación era bella, todo ahí era disfrute, alegría. Pensé en que era algo que podría haber dicho y sentido mi papá. Y le hice la foto. Los restos de un momento feliz. Los restos de las ganas.
El 17 de Agosto es el aniversario de Roma. Al menos es la fecha que encontramos en la primera página del libro de Actas. Decidimos celebrarlo y fui pensando como en la celebración unir varias cosas. Nos ofrecieron poner unas baldosas desde la Comuna, y les pedimos poner ahí los nombres de Jesús y Laudino e hicimos un sanguche de matambre con pan de pizza pensando en toda la gente que nos dijo desde que abrimos que extrañaba los sanguches de matambre que él hacía. El día que lo contamos aparecieron los que decían que el sanguche de él que les gustaba era otro, de jamón o de milanesa. Siempre hay alguien que dice que la verdad es otra. Que la posta no es lo que se recuperó. Que lo realmente bueno está perdido. No hay que distraerse como dice el Manifiesto en el punto 7 con esa gente, hay que seguir provocando movimiento como está escrito en el punto 20. Hacer cosas, generar movimiento, no endiosar nada (punto 13).
Esto es algo que escribí pensando en el niño que fui, el que buscaba una manera de decir yo.
V
El niño lee el Fondo del mar sólo
con la luz del cuerpo apagada
en la estepa nocturna de la madrugada.
Juega con las palabras, el océano
toda el agua entre los dedos,
viaja al futuro feliz, con una escafandra dorada
y todo el aire del mundo encapsulado.
El niño lee en el cuarto de la infancia
sólo es un buzo explorador en el lenguaje,
ese nido de monstruos que le enseñan
que la vida es un viaje, descubrir,
nadar en un mundo desconocido.
El niño ya no anuda, zurce
con las palabras que trae el mar
otra manera de decir yo.
Uno de mis grupos de whastapp que tengo tiene el nombre de Auzmendis, y reune a todos los Auzmendi, es decir, los que quedamos: mi tía Maité, mis primos Ignacio, Javiera y Juan Manuel, sus parejas, está Sofia, la hija mayor de Ignacio y Andrea y mis hermanas. El otro día después del festejo en Roma les compartí algunas fotos y empecé a escribir sobre qué hicimos, conté de la foto, que esa foto la saqué, pensé que cuando la saqué recordé algo que mi papá siempre me decía sobre capturar el instante, que pensé en ponerla justo arriba del lugar donde estaban en la foto, que en ese lugar se iba a ver cuando la gente entrara por la puerta de San Luis, y que podía sentir su vos comentándome sobre la foto, sobre el bar, sobre cada cosa que pasó en Roma y mientras escribí me emocioné y me empezaron a dar ganas de llorar y cerré el texto para parar ahí. Para no poner más en palabras. En un libro que estoy leyendo hace como 2 meses pese a que tiene unas 200 páginas leí que “uno no puede pensar lo que no puede nombrar” y me mandé esa frase a mí mismo por whatsapp porque en algún momento quería ponerla en algún lado. Desde que nació Vicente pasaron varios años en que no escribí casi nada. Y cada tanto pensaba que quería escribir sobre ser padre, sobre tener un hijo, sobre tener 2 después, sobre qué era esa vida. En algunos momentos sentía que no escribir era también falta de valor. No querer poner en palabras. No querer saber. No se cuanto cambió ni si yo cambié lo que siento, pero acá estoy, escribiendo.