Peter es inglés pero vive en Vancouver, lidera un sindicato de escritores y está cansado de viajar para escribir. Alguna vez lo suyo fue el teatro y lo extraña, como extraña Londres y la forma en la que vivían los cónsules británicos en la China continental. Benjamin Pulta escribe policiales para un diario de Filipinas, siempre viaja en el último asiento del colectivo y usa los mismos zapatos negros. Cada día los tiene lustrados y brillantes. Delante de él siempre se sentó Abel Tavares de Veiga, negro y nativo de Santo Tomás y Príncipe, un país formado por dos islas en el golfo de Guinea. Contó que Estados Unidos está ahora con barcos y representantes en su país porque encontraron petróleo en el mar. Habla en portugués pero le gusta charlar en francés y en el camino al Ministerio de relaciones exteriores contó que China retiró sus diplomáticos de la isla cuando el gobierno reconoció la independencia de Taiwan. El primer día se sentó en la mesa junto a José Luis Yzaguirre, vasco de Madrid, locutor, todos los días vestido con una camisa que simula seda oriental. En el bolsillo de su camisa suele llevar un peine color marfil y recuerda que cuando tuvo tres autos fue muy infeliz. Ama a Borges y a Mujica Lainez, perdió un hijo y pronto se va a retirar. Linda vive en Los Angeles, hace yoga y tiene una bicicleta fija en la habitación. Su marido fue el director de cámaras de Los intocables y sus hijos viven lejos. Se cayó caminando por la calle y esa misma noche en la cena no comió nada. Es rubia y en los viajes en micro duerme apoyando la cabeza contra la ventana. Ben estuvo cinco veces en Buenos Aires y es la ciudad del mundo que más le gusta. Fue a la cancha de Boca y recuerda el movimiento que todos hacían con el brazo derecho mientras cantaban. Su próximo viaje es una travesía en canoa en el Oeste de Canadá y tiene una fragata tatuada en el brazo izquierdo. Siempre se viste con remera y zapatillas, estuvo en Iran y cuando vuelve a Sidney de sus viajes le gusta ir al mismo bar y tomar su cerveza preferida. En los almuerzos la mayor cantidad de botellas cervezas vacías quedaron siempre en la mesa de Dagoberto Rodriguez de Honduras, Edward Gutierrez de El Salvador y Icar Dani Reyes Rodriguez de Panamá. En el restaurant de Holu se sentó con ellos William George Ysaguirre de Belize. Al final de la cena se paró y cantó un bolero de Agustín Lara. Como mientras se sentaba lo aplaudieron volvió a pararse y cantó otra canción. Nguyen Ngoc Lien y Le Trong Duc son de Vietnam, él no habla nunca, lleva una cámara de filmar y en los viajes en colectivo se sienta siempre del lado del pasillo. Tiene el pelo corto y lacio. Ella tiene una belleza frágil y luminosa, come el pescado con la mano y deja las espinas limpias con una destreza animal preciosa. Cristina vive en Bucarest pero nació en Moldavia. Cuando cayó el bloque soviético era muy pequeña y lo vio en vivo por televisión. Contó que los rebeldes empezaron a transmitir la pelea que peleaban y la gente lo veía porque al fin pasaba algo interesante en la TV. Tiene más de 900 seguidores en Instagram y escribe día a día en su blog contando los lugares donde está comiendo y bebiendo. El último día le escribió una carta a sus padres y la mandó por correo. No recordaba la última vez que lo había hecho. Quiere conocer Buenos Aires y mudarse a una casa con terraza para cenar al aire libre con sus amigos. Nunca habló con Sylvain Sazzarin, nacido en el país vasco del lado francés pero viviendo en Canadá los últimos meses. Luego de andar sólo los primeros días se sentó las últimas tres noches junto a Omnicha, de Tailandia y a quien todos llaman Kam. El anteúltimo día en Taipei se fueron a pasear por la ciudad juntos. Él volvió con una bolsa llena de cosas para llevarse y comer en su ciudad, ella todo lo que compró lo fue comiendo mientras caminaban. Hasta que Sylvain empezó a acercarse a Kam ella solía charlar con el más jóven del grupo, llegado desde Nauru, una isla del pacífico en la que viven diez mil personas. La última cena él contó que en su país se habla el ruanés, que usan el dolar australiano y que se quemó el único Museo que tenían. Rudolf, de Austria, podría ser su abuelo aunque se ve muy jóven. Vive en Viena, fue profesor de cine en la universidad, se compra zapatos italianos y usa anteojos de marco de color coral. Una de sus hijas trabaja en moda y sonrió cuando alguien le dijo que en él fue en quién se debe haber inspirado en la elección. Escribe notas sobre cine en un diario y tiene una columna en el mismo diario donde habla de lo que tiene ganas. Fatu Tauafiafi trabaja en el único diario Maorí de Nueva Zelanda, siempre viajó sentado en un asiento individual, tiene el pelo largo y lo lleva atado. Aunque se sentaron varias veces en asientos contiguos nunca habló con Tsuchida, japonés y habitante de Tokio. “Nunca estuve con un grupo tan grande y tan diverso” dijo una noche Eoghan Corry, irlandés y padre de dos niñas. Mostró la foto de una de ellas en África en un viaje que compartieron y contó que también fue con una hija a la Antártida. Estuvo en Buenos Aires, escribió sobre deportes antes de dedicarse a los viajes y cree que el trabajo que tiene es el mejor del mundo. En un bar de Taipei bebió al mismo tiempo cerveza, Sake y whisky, aunque esa noche no cantó. Sí lo hizo en Keelung y después contó que estaba practicando la canción para una reunión familiar. Discutió con Maya de Israel sobre el trabajo entre los medios tradicionales y los blogs defendiendo a los primeros. Ella edita dos veces al año una revista con sus recetas y la vende por internet. La última edición a los primeros compradores les envió una galletita que ella misma hizo. Cuando camina parece saltar y todas las noches que estuvo en Taipei fue a comer a los mercados callejeros. Joeanna es de India, vive en Madras y tiene dos hijos. Un varón y una nena, mellizos. Una vez al año viaja sola al menos diez días. Tiene el pelo negro como las mujeres del Sur aunque nació en Bombay y cree que debe ser herencia de la familia de su padre. Quiere aprender carpintería y conocer más su país. Yo soy Martín y compartí cinco días con todos. Tengo 36 años, cuando me invitaron a Taiwan tuve que buscar un mapa para recordar exactamente donde estaba. Cuando lo hice volvió a mi memoria el globo terraqueo que me regalaron cuando era niño. Termino de escribir esto en el aeropuerto de Hong Kong, son las 11 de la noche y en una hora y medio sale mi avión a Doha. Pedí asiento junto a la ventana para ver las luces que a veces se ven en el mar.
El texto que está acá arriba lo escribí en el viaje de vuelta de Taiwan en 2013. Lo que escribí sobre ese viaje fue lo último que entró en mi libro Cócteles en el camino. Aunque no uso Facebook hace muchos años cada tanto hay un llamador de recuerdos y hace como 2 años me apareció este texto. Lo leí y lo fui a buscar al libro. No estaba y no recordé por qué no lo incluí. Me llevó a un lugar tan lejano en la dinámica de gente diversa, de búsqueda de registrar algo en un texto, de aventura en un lugar extraño que me emocionó y me dio cierta tristeza. Vi el final de un tiempo en que busqué aventura y algo de eso estaba ahí, en este texto que se podría haber perdido. Conocer tanta gente, andar en un lugar lejano y extraño, intentar registrar y contar algo en el camino. Me lo mandé a mí mismo por mail para que no se pierda. Anoche, antes de dormirme, en una noche mala, con algo de angustia, pensé que como otros textos viejos podía traerlo acá y escribir algo. Y compartirlo. Y que quede en algún lugar que no sea un mail sin abrir. Hoy me levanté y Facebook me trajo el recuerdo del aniversario exacto de ese viaje. La memoria tiene esas cosas que se atan al algoritmo. Recordé lo que me contaron el día que quemaban las barcas en el mar: que esa noche los fantasmas estaban libres y que había que hacerles ofrendas, que por eso mandaban esos barcos flotantes, que por eso quemaban esos papeles. Los papeles, las ofrendas, el fuego, algo que se lanzaba al mar para perderse. Algo que se terminaba.
El libro Cócteles en el camino tomó forma cuando encontré una razón para escribir. En lugar más que una razón encontré un método: escribir en cada viaje qué hacía. Hacerlo a la noche, antes de dormir, en cualquier lugar que estuviera, corregir temprano a la mañana antes de salir a lo que tuviera que salir. Logré hacer eso en viajes por el país por trabajo, en viajes de vacaciones, en muchos lugares. Compartía algunos de esos textos en Facebook, cuando ahí todavía lo que uno contaba funcionaba como un relato en vivo. En algún momento sentí que tenía suficientes textos, pero empezaron a aparecer nuevos viajes y fui esperándolos y sumar más textos, hasta que llegó Taiwan y sentí que ahí ya estaba bien. Más lejos no iba a ir. Creo igual que perdí el impulso de escribir y aún cuando al año siguiente al viaje a a Taiwan viajé a Italia y a Rusia ya no pude escribir más. Una noche en un bar en Moscú les conté a Julian y a Mariano, que estaban conmigo, que iba a ser papá. Empezaba algo nuevo y dejaba algo atrás.
Estos textos los escribo en varios días, substack me permite guardar en borrador e ir corrigiendo. En la práctica me obliga a releer y releer me ayuda a ir cambiando el texto, descubriendo cosas que decir, que tenga algún sentido. Pero eso hace también que si escribo en presente, por ejemplo como puse arriba que tuve una mala noche cuando esto se lea andá a saber cuándo fue esa noche. Cuando los termino agendo el envío. Ahora por ejemplo ya tengo 3 envíos agendados y me di cuenta cuando agendé el último que caía justo dos días después de mi cumpleaños. Escribiendo en Agosto para Septiembre. Cuando lo reciba iba a leer sobre la noche de angustia y andá a saber cómo habrá seguido eso, cómo estaré en ese momento. ¿Que pasa con esto? Nada, solo pienso lo diferente que sería si esto fuera un diario escrito y publicado en el día. Como funciona esto es más como tirar esas barcas al mar cargándolas con lo que siento, lo que quiero quemar, ofrendas y memoria en presente.
Cuando empecé a escribir en los viajes algo que buscaba era no solo contar cosas que veía, me pasaban, pensaba, sino que de alguna manera sea algo diferente a yo contando anécdotas. La prueba que hacía era leer y pensar si alguien que escuchara diría “ah, mirá, que interesante” cuando era absolutamente irrelevante para alguien que no fuera yo. Me sigo preguntando lo mismo cuando escribo esto y seguramente muchas veces la respuesta sea esa. Cuando me llegan a mi mail estos textos me da verguenza leerlos y abrirlos porque me vuelve esta pregunta. La respuesta a la que me agarro es que escribo para mí, porque escribir me sirve para pensar, para sentir, para saber. Porque hace que un día como hoy me agarre de esto y sienta que todo lo que parecía que estaba mal, cambie.
Este cartel puesto donde va a estar el cartel pensado lo encontré en restaurant o bar que va a abrir una amiga. Ella es cocinera y está en pareja con un carnicero, también parte del proyecto. Es como un haiku, por lo que dice y por ser un boceto de lo que tal vez sea. Puro deseo.
Al otro día que escribí lo que está arriba sobre para qué escribo esto recibí el newsletter de Diego Geddes. Sin haber encontrado el de él este envío mío no existiría. Leerlo hizo este una idea primero y la aparición de la voluntad de hacerlo. En lo que escribe aparece bastante la pregunta sobre por qué escribe. En el último envío decía esto:
Me cruzo a un tipo que va caminando por San Telmo mientras canta un tango. Anoto algo de la letra, se la canto al celular para que quede registrada en el bloc de notas. El plan es googlear la letra, buscar algo sobre el tango.
¿Para qué escribo este newsletter? ¿O por qué lo escribo? Me cuesta la respuesta pero está ahí, en esa escena. Escribo para que ese momento quede en algún lado. Para tratar de encontrar qué fue lo que pasó ahí, en ese cruce intrascendente. Como cuando escribo sobre la autopista o los aviones o la ciudad. ¿Hay algo en esos momentos? O es que quizás busco en exceso en donde no hay nada más que la vida cotidiana.
Me sirvió de respuesta a mí también sobre por qué escribo. Al menos una respuesta. Porque las cosas no tienen 1 sola respuesta por suerte. También me vi el otro día diciéndole a Vicente que estaba escribiendo, que el día que él quisiera iba a poder leer, que contaba cosas que me pasaban, que sentía, que quería compartir y que cualquiera pueda leer. No me respondió nada, yo me sentí contento.
En el viaje a Italia en el que ya no escribí nada hice fotos. En Venecia hice esta, un momento que había olvidado y recuperé revisando lo que quedó en Facebook. Hoy sí podría escribir algo sobre esto. La enredadera, la remera del gondolero y su peso, las marcas del agua, su color, la naturaleza, la humedad y el musgo, las cosas que miraba y las cosas que quería decir y no escribía más.