Riqueza
Un lugar en los Andes. La transmisión de la historia y el digno porvenir. El aceite de oliva y Vicente. Tocar la guitarra en un velorio.
Este es el camino que te lleva desde la entrada hasta la puerta de la casa de la Estancia San Pablo. El que está a caballo es Vicente. El perro lo acompañó todo el tiempo que anduvo a caballo. A ambos lados del camino hay dos parcelas de viñedos, con los que Walter, el dueño de la estancia, y Sebastián Zuccardi hacen los años que se puede un vino que se llama Un lugar en los Andes. Un año no se hizo porque los jabalíes salvajes se comieron las uvas. Pasó, podría volver a pasar.
La historia del lugar para Walter empezó con su padre, que compró un pedazo grande de ese lugar cuando no había nada. Nada es una forma de decir. Nada era mientras fue un lugar que no era atractivo para nadie que no sea de ahí. “Mi papá vio que había agua, mucha, un río que es el que corta el camino de la entrada, y que era un lugar donde estar”, me dijo Walter. Su padre había andado por muchos lugares y estaba buscando un lugar donde quedarse.
“Él buscaba un lugar donde estar, un espacio, y valoraba el tiempo que podía vivir ahí” me dijo ya hablando de él, de su búsqueda y sus decisiones. Tiempo y espacio, repitió muchas veces explicando lo que para él era el centro de su búsqueda. Tener tiempo y espacio. Su padre se fue haciendo de esas tierras de a poco, compró derechos mineros de las minas que se explotaban en el lugar para dejarlas inactivas, fue recortando el lugar del lugar, lo que eran obstáculos naturales fueron ventajas.
Walter se asentó ahí con su mujer, a vivir, trabajando el ganado, la tierra y empezando a recibir viajeros. Encontraron que había personas que buscaban estar ahí, ser de ahí, vivir junto a ellos y que eso sea parte del viaje. Pagar por eso, viajar hasta ahí por eso. También contó que con los chicos más grandes, tienen 4, tuvieron que tener una casa más cerca del pueblo y ahora van y vienen. Son de ese lugar, el futuro dirá como seguirán ellos ahí, sus hijos, la historia.
En las vacaciones en Mendoza leí un libro que me regaló Miguel Zuccardi, escrito por Enrique Américo Titarelli, sobre la historia de su familia. Miguel me había contado algo sobre ese libro cuando visitamos una finca donde plantaron olivos que supo ser de Titarelli, muy cerca de donde está la Bodega Santa Julia, en Maipú.
Había algo trágico en la historia de la sucesión y el traspaso generacional de la familia y el que contaba la historia en el libro habla a la vez con un amor, respecto y pasión por su familia como con dolor y tristeza sobre lo que le tocó a él. No se queda con lo último sino que cuenta como hizo su camino, como construyó su historia sin salirse de su apellido y parte de eso es contarlo en el libro.
En la introducción dice esto:
Lamento que en mis inmediatos no hayan podido legarme la historia oral, mediata, familiar, hablada, en ese caso estas páginas hubiesen sido más ricas en detalles. No hubo esa confianza u oportunidad que hoy existe entre padres e hijos, quizás estaban demasiado aferrados a otros planes, entre ellos el económico que permitió engrandecer la empresa y esto les restó el valioso capital de la transmisión del hacer.
Mis abuelos, con tesón y constancia, crearon en esta bendita tierra empresas fructíferas de las cuáles aún se conservan testimonios, pero, en esa gesta, con ribetes de audacia y heroísmo, no todas fueron rosas y las espinas del camino fueron el acicate para seguir adelante en busca del objetivo. En silencio, abocados a sus tareas padecieron muertes, enfermedades, reveses económicos y los pesares, comunes a los seres humanos, sin que nunca cundiera en ellos desaliento o queja.
De todo esto comprendo entonces y reitero, que esta historia no me fue transmitida oralmente por mis mayores, por hallarse, tal vez, demasiado preocupados por hacerse un digno porvenir. No hubo en mi familia una mínima preocupación por el pasado, por la historia, por la “familia”: la vida simplemente se vivía, era tan posible y cercano el futuro, que las energías y el tiempo se canalizaban hacia allí. No había espacio para nostalgias, tal vez, tras un piadoso manto de silencio, guardaron en acallado dolor el nostálgico recuerdo de una tierra distante e ingrata que los vio nacer.
Empecé a ir a Mendoza seguido más o menos desde el 2016 y Vicente nació en el 2015. Le ponemos aceite de oliva en sus comidas desde que dejó la teta y empezó a comer sus primeras verduras y papillas. Es decir, desde mucho antes que pueda elegir él o al menos cuando las elecciones que hacía eran las de un bebé. Cualquier grasa le va a hacer más atractiva la comida en el paladar nos dijo el pediatra y elegimos esa. Sí, por saludable, pero no solo por eso. Elegir solo porque algo es bueno me parece pobre como elección.
Yo conocí el aceite de oliva en la televisión antes que en mi casa, en realidad en la época en que la televisión y mi casa eran algo indisoluble. Algo difícil de explicar hoy a un chico. Fue en el tiempo, creo que fueron meses, en que teníamos un aparato que ampliaba la cantidad de canales con un cable que lo unía a un control remoto. Era un aparato que hacía un ruido mecánico instalado encima de la televisión, en la sala que teníamos en el primer piso, de también estaba mi cuarto y el de mis hermanas.
Lo vi porque lo usaba Mallmann en la tele, en un programa de cable. Yo era adolescente y fui a mi mamá a decirle que teníamos que tener aceite de oliva. Tener era parte de ser algo, no por status, o sí, en todo caso era por sentir y hacer como Mallmann en la tele. Me acordé de esto porque en los últimos meses volvió con todo Mallmann a través de su instagram, haciendo unos videos hermosos donde hace que cocina con la ayuda de unos changos y no es tanto lo que querés comer lo que hace como que querés estar ahí con él.
Entre esos días y esta foto de Vicente visitando un olivar con Miguel y Caro pasó la vida y Vicente ya logró crecer con el aceite de oliva como algo que disfruta sin tener que cargarse la poesía, el erotismo y la seducción de Mallmann. Conoció el olivar, vio variedades, escuchó lo de la mata natural que cubre la tierra sobre la que crecen los olivos y desayunó pan con Arauco extra virgen, tomate y sal en el mes en que las aceitunas empiezan a prepararse para darnos otro año de vida. Ahora quiere ir a la cosecha a hacerla él mismo.
Me gusta que sea así, que sea nuestro y que también sea algo solo de él.
El último año fue largo y extenuante, que haya no se cuantos meses de clima y campaña electoral fue demoledor. Diciembre coronó el camino y todo fue presente y urgencia. Me vi en el balance del año repitiendo lo de la incertidumbre sobre el futuro como un mantra. En cada charla, con cualquier persona.
Conviví con una sensación de angustia y resignación por la situación y las elecciones. Pensé, pienso, que el tiempo pasado, ya con 47 años, me hizo menos tajante en mis posiciones y a la vez más dócil con la coyuntura. La respuesta que encontré fue no intentar saber exactamente qué pienso sino tratar de pensar más desde mi experiencia más cercana, las cosas que hago, los proyectos de los que soy parte, el trabajo que es parte de mi día a día, porque ahí se más. Ahí se algo más.
Creo que ahí está también el mundo, o ese recorte de la realidad que es indisoluble de todo lo que pasa. Me cuesta poner palabras de las que realmente esté convencido para opinar sobre los hechos que casi todos lo días se ponen en el centro del quilombo del día para que entremos en el juego de señalar y definirnos. No sé y no quiero. A veces ni sé, ni quiero y prefiero pensar que no puedo.
En este desconcierto, en este barro, en las vacaciones, encontré esta línea en el libro de Titarelli en la que habla de su padre a la que le saqué una foto pensando en traerla acá, para compartirla y para guardarla como algunos guardan una estampita. Porque es algo que creo, comparto y porque es algo luminoso en un momento en que muchas conversaciones van a contrapelo de esta manera de buscar ser en comunidad.
Gracias por leer también este envío que salió entre bitácora de viaje y diario personal.