Contar
Escribir y ponerle nombre a las cosas. Las enseñanzas y los pines. Mi deseo en escribir.
El otro día empecé a escribir un texto y terminé escribiendo cuatro. Cada uno era una opción para imprimir en un cartón con forma de postal que vamos a hacer para La Fuerza con Leandro de Imprenta Rescate. En el 2020 hice algo con él, escribí también varias opciones y terminamos imprimiendo solo cuatro palabras: La Fuerza es compartir. Salió en Junio en una caja con una botella de Gin, una de Campari y una de La Fuerza Rojo que vendíamos online. Está en la biblioteca de casa y todavía cuando lo leo algo me hace ruido. Ahora el cartón va a llevar pinchados los 3 pines, 3 rayos de La Fuerza: el rojo, el rosa que hicimos para Primavera en los Andes y el verde, el último en hacer. Para empezar a escribir el texto me puse a pensar en ese cartón y en qué tenía que decir. El cartón sirve para algo: sostener los pines y poder vender los 3 juntos. Pero más allá de eso, pensé que debería tener algún sentido, que cuando uno le saque los pines lo quiera guardar y no termine en la basura. Eso pensé. Qué hacer para que no termine ahí, o al menos no termine rápido ahí. Y para que lo guarde solo se me ocurre pensar en que diga algo que alguien quiera leer. Ahora que lo pienso ahí hay algo: escribir para que algo no termine en la basura.
Nunca usé pines de chico ni de adolescente. No recuerdo cuando los descubrí como un objeto atractivo. Sí me acuerdo que cuando falleció Fernando Vidal Buzzi me quedé con varios que eran de él y sentí que cada uno decía algo. Que cada uno tenía un valor especial, un mensaje propio vinculado a él. Hoy están en un frasco con otros pines que fui juntando, para la Semana de la Coctelería, para la Maratón de la Pizza, y otros que me dieron o que encontré. Trabajé muchos años con Fernando haciendo de periodista, pero no creo que haya aprendido ni a escribir ni a comunicar algo con él. Fue alguien que me ayudó a conocer más, me incentivó a hacer cosas, me puso a disposición tareas que me sirvieron para salir adelante. Me mostró que podes ser parte de un circo pero tenés que saber qué del circo sos vos y que no. Que lo que sos no necesita del circo ni el circo te necesita a vos. Y me dejó pines, que no uso, pero que guardo como cartas que siempre tienen algo que decir sobre él y sobre mí.
Uno de los trabajos que hice para Fernando fue revisar sus papeles, sus notas y artículos. Eran un testimonio de su trabajo. Él decía que siempre lo hizo porque en un juicio laboral servían como prueba. Con el material escrito y sus recuerdos quería hacer un libro que nunca hizo. Años después de su muerte, Cayetana, una de sus hijas, hizo el libro y volví a revisar los mismos archivos. El libro se publicó, estoy entre los que hicimos ese repaso por cientos de notas y volver a ello me sirvió, entre otras cosas para recordar la mención a la Fainazzeta, que terminó en una versión libre en La Fuerza Bar. También para poder escribir sobre él por primera vez y así terminar de entender mi sentimiento:
Las personas más o menos públicas sirven para pensar y pensarse, como un espejo pizarra sobre la que se puede anotar lo que uno desea tener, quiere copiar, busca imitar y hasta también evitar. Fernando fue más ese objeto de fantasía que un maestro, y sus textos, sus palabras, lo que logran decir hoy de alguna manera reconstruyen ese objeto para los que tengan este libro en sus manos. Cada uno armará un Fernando propio, como el que lee a Grimod de la Reyniere, tendrá para siempre un manual de anfitriones único, íntimo y abierto a reescribirse en sus mesas, comidas, brindis y fantasías. Yo solo quiero poner luz sobre gestos de él que puedan hilar sus textos, sus historias y anécdotas. Cosas que ví, compartí, anoté, festejé y quedaron en mi memoria. Fernando se acercaba a las barras de los restaurantes ni bien llegaba a comer a un lugar, porque sabía que ahí había que empezar. Fernando charlaba con el barman para que sepa qué quería y para saber si él barman iba a saber saciarle la sed. Fernando, si veía que el barman no sabía, le enseñaba. Fernando pensaba las comidas sin snobismos, disfrutaba tanto comer en Los Cocos en la esquina de su casa como en Tomo I. El disfrute era uno, ampuloso, lleno de fantasías, inventado, que uno podía encontrar, y crear, en lugar que se le antoje. Fernando ante una cita a ciegas preguntaba si a ella le gustaba el vino tinto o el blanco y si había algo que no comía, porque sabía que con eso alcanzaba para empezar a amarse. Fernando se obsesionaba con las cosas, con conocerlas, con descubrirlas hasta el punto en que se daba cuenta, y festejaba, que mejor era empezar a fabularlo todo. Fernando construía rituales, una red que aparecía y desaparecía en sus actos más queridos: escuchar opera, prepararse un Martini, hacer la cama, barrer las hojas, cocinar un gazpacho, leer en ese sillón, abrir un vino ni bien se terminó el primero, relatar sus bibliotecas, recordar la belleza de las mujeres que amó mostrando una foto en un corcho, regalar un libro. Fernando te decía qué tenías que hacer y cómo creía que tenías que hacerlo pero no dónde tenías que llegar. Fernando anotaba recetas y cocinaba de memoria. Fernando decía que había que saber hacer bien algunos platos simples, y repetirlos hasta hacerlos de una manera íntima. Fernando se olvidaba muchas cosas, aún algunas que había dicho y sentenciado, y había algo de felicidad en eso, al menos para él que es al que más le importaba eso. A Fernando le importaba mucho su disfrute, su felicidad y sus momentos. Fernando escribía con muchas comas y cuando hablaba también hacía muchos silencios cortos, como para que no sea fácil hacer entrar alguna palabra. Fernando siempre tenía tiempo para mirar una película, leer un libro, escuchar una opera o volverse a enamorar. Fernando releía sus libros preferidos, volvía a ver las películas que amaba, escuchaba una y mil veces sus operas más queridas y su vida fue también un amor atrás del otro. Fernando hablaba de amor y de sexo con la misma libertad y con quien quisiera hacerlo. También escribió sobre el amor, el sexo y la comida como actos y sentimientos indistinguibles alrededor de un mismo deseo. Fernando era un rey sol, que siempre giraba, de manera misteriosa, alrededor de un sol mayor que lo tuviera enamorado. Fernando no se cuestionaba mucho si eso lo iba a detener en lo que tenía ganas de hacer, pero siempre encontraba el momento para criticar lo que hacía una vez hecho y cambiar todo. Fernando aceptaba sugerencias en el restaurante y preguntaba siempre qué recomendaban. A Fernando le gustaba hacer lo que él quería. Fernando tenía un calendario con la temporada de las frutas y verduras colgado en la cocina. Fernando tenía una biblioteca inmensa. En realidad tenía bibliotecas en casi toda su casa. Fernando guardaba, ordenado, todos sus trabajos porque, decía, eran el testimonio de lo que había hecho. Fernando guardaba vinos, y nunca dejaba de abrir cualquiera que estuviera guardado. Fernando se fue de este mundo enamorado de una mujer, olvidando cosas en el camino, bebiendo y comiendo hasta que no tuvo más ganas.
En Roma colgamos un cuadro, con la letra de Mañana en el Abasto. La tipografía en que está escrito la desarrollaron Julieta y Valeria del estudio ZkySky. Está basada en las tipos con que se imprimían los cajones de frutas y verduras. Ahí está todo: el Mercado del Abasto, la canción que le canta al barrio desarmado tras el cierre del Mercado y unas letras que transcriben la canción al mismo tiempo que cargan la historia de su origen. ¿Qué buscaron con la tipografía para los cajones? ¿Que se lean fácil? ¿Qué sean bellas? La forma en que se imprime algo tiene sentido. En un papel, como en la memoria. El que lee Mañana en el Abasto en el afiche que colgamos no tiene por qué saber la historia de la tipografía, que está resumida en letras chicas al pie del afiche, como un subtitulado. Yo disfruto contar la historia, porque es linda, porque le da sentido a lo que hicimos. Porque hace que veas algo que con solo mirar no ves. Al final ese trabajo es también una excusa para contar una historia.
El otro día le conté a alguien al que conocí leyendo su newsletter, que queríamos hacer algo con Roma y Amor. Como respuesta me nombró una película. Le dije que era por cómo se leía Roma al revés, como se lee desde dentro del bar. Le mandé una foto y me dijo que nunca lo había notado. Las palabras cuentan, lo que dicen y según cómo las miras.
En Roma hicimos una pizza y le pusimos de nombre Catanzaro. Es una versión de la pizza calabresa, un clásico en las pizzerías tradicionales de Buenos Aires. Tiene un salame calabrés que hacen en Uribelarrea, morrones asados y ají molido entre otras cosas. Buscando en los recuerdos recordé a Chicho de Catanzaro, un personaje de Titanes en el Ring. Le escribí a la hija de Martín Karadajian, le conté la idea y me dijo que sería bueno que haya una pizza para su papá. Después le escribí un par de veces y no me respondió más. Uno de esos diálogos en que le decís a alguien lo que te gustaría y la otra persona te dice que sobre eso mismo le gustaría otra cosa. Pero esta pizza era perfecta para Chicho, no para Martín. Cuando probó la pizza Pietro Sorba, nos dijo que era muy rica, pero para ser calabresa era raro lo del morrón y el ají molido, ingredientes muy españoles. Le dije que, tal vez, fue la influencia de Julian, de ancestros asturianos, que tal vez también tiene sentido porque la pizza porteña es esa mezcla de raíces italianas e influencias españolas. Que también tenía sentido porque Jesús y Laudino eran asturianos. Justificar es más fácil que explicar. Aceptó la reflexión Pietro, pero me dijo que entonces le cambiemos el nombre. En ese intercambio terminé de ver qué contar en el Instagram de Roma sobre esa pizza. Ese Instagram es también como un diario, como este lugar, donde todo lo que escribo es una búsqueda para escribir otra cosa. Una maquina a leña que crea su propio bosque para tener más fuego. El inicio del texto me apareció solo: ¿Quién no quiere ponerle nombre a una pizza? Es mejor que ponerle nombre a dios. Después de eso contamos lo de Pietro, Italia y España y que podemos cambiarle el nombre. Cuando le conté a Caro esa frase me dijo que no entendía. No vio nada especial. Cuando lo hablé con Manuel, con quien escribo en Roma me dijo que un judío como él sí entendía. No se de dónde me salió lo de dios y los nombres. Puedo explicarlo, pero no se por qué me apareció.
Esta foto la saqué en un bar de San Petesburgo. Ella era muy bella y atractiva, pero en seguida que la vi en un grupo que no recuerdo como se armó, me di cuenta que estaba pendiente de alguien. Esa persona era él. Él no le prestaba mucha atención. En algún momento terminaron sentados en la barra como están en la foto que les saqué sin que se dieran cuenta. Cuando volví al hotel quise contar algo a partir de lo que recordaba y mirando la foto. Conté lo que me dijo ella, lo que recordaba, algo seguro agregué para hilvanar la historia. Al final compartí lo que escribí, ella me comentó que era muy lindo, pero que la historia no era tan romántica. En ese comentario, en lo que veía que había y lo que no, era donde estaba yo y mi deseo. Eso que hizo que lo que escribí se imprima así.
Ella vive en San Petesburgo. Él en Moscú. Ella viajó de una ciudad a otra para verlo. Lo conoció en Moscú, la ciudad donde se caso, la misma en al que vio morir su amor y en la que aprendió lo que es sentirse extranjera. Cuando lo vio, en el bar semisubterraneo dónde él era anfitrión de un concurso, el frío aún la obligaba a estar tapada, a insistir con esa campera de plumas, el sombrero blanco tejido con esa flor violeta y los guantes. En el primer bar se sintió extraña, sola, desnuda frente a las miradas de los hombres que acompañaban a quien la hizo estar insomne, chequeando en Internet los horarios de llegada de los vuelos a las 3 de la mañana. En el segundo bar unos shots de una mezcla roja de menta, frutos rojos, vodka y jengibre le recordaron la distancia que recorrió él. Y la que recorrió ella, esos días, esas noches, hasta volver a verlo. En el tercero se sentó frente a mí, en realidad yo me senté junto a ella, y me contó de dónde vino, sólo porque yo le pregunté, sólo porque yo le pedí escuchar una historia antes de sumergirme en el cuarto vaso de vodka. Y olvidó la campera, las marcas que le hizo el tiempo y algo del odio hacia la ciudad que adoptó, aprendió a conocer y terminó dándole la espalda. En el cuarto bar mostró quién era, frente a él, tomando su tapado y colgándolo sin dejar de mirarlo, mostrándole que de alguna manera entre el azar y la estrategia había encontrado que ese collar de perlas formaba un arco perfecto para señalar los límites exactos del escote de su remera. Que eso que se veía, y que eso que no, eran para él, eran solo si era con él. El armó un festival en San Petesburgo para dejar Moscú, para ser extranjero unos días, para perder el tiempo. Cuando la vio recordó su mirada, la de ella, la de él, no la primera vez que la vio, sí la última, cuando reconoció que no era una más frente a él, en su bar, en la gran noche del invierno moscovita. Cuando hablé con él me dijo que amaba viajar, y no hablaba de su viaje desde Moscú a San Petesburgo, hablaba de irse a cualquier lado, de cruzar de un país a otro para trabajar de extranjero. Hablaba, sí, también, aunque no lo dijera, que amaba al viajar. Ella vive en San Petesburgo porque su amor en Moscu terminó, el dejó Moscú para amarla en San Petesburgo. Viajeros, extraños, amantes. Todo sería parte de una historia fugaz, y sincera, y lo es, y también es parte de otra historia. Cuando se sentó frente a mí, ya un poco borracha me hablo de dónde vino. Su madre, cantante, viajaba en cruceros de lujo por el mundo, logrando así conocer los objetos, ciertas texturas y algunas canciones que no conocía en su tierra. Su padre fue expedicionario de la Unión Soviética en parajes inhóspitos. Se conocieron en la Antártida. Él, como todos los que hacían su trabajo al terminarlo, se subió al crucero y recorrió el mundo, puerto por puerto, justo en los años en que la Unión Soviética se desmembraba. Nadie podía salir de su país y ellos estaban en todos lados menos en él, lo que para otros era un encierro, para ellos era la excusa para no terminar de viajar. Ella sabe, eso le dijeron, que la noche en que la engendraron fue en Ciudad del Cabo. No importa tanto en que país fuera, sí que fuera un puerto. Recuerda que al ser sus padres viajeros, cuando sus amigos del colegio iban a su casa notaban que ella tenía chicles, juguetes, ropa de colores que en su país no se encontraban. Quizás por eso viajaron, quizás por eso ella viaje, quizás por eso él llegó desde Moscú, quizás por eso ella volvió a su San Petesburgo. Quizás sea que el amor está en los barcos, en los aviones, en un crucero que para en todos los puertos, en los momentos en que todo se desmorona, en la Antártida, en el cuarto bar de una noche cualquiera, en ese collar de perlas, en esos momentos en que uno siente, por un instante, que no está en ningún lado.
La fuerza es. Eso es lo que me hace ruido cuando leo el cartón del 2020. En todas las opciones escribí varias veces eso de nuevo. Yo diciéndole a alguien lo que es. Hace unos días hablando sobre trabajo le dije a Sebastián, con el que estamos juntos en La Fuerza desde el comienzo, que tenemos que contar más cosas, que tenemos que hacer eso todo el tiempo, buscar donde están esas cosas que nos dan ganas de contar y hacerlo. No decir lo que es, contar cosas. Como esos viajeros que iban llevando un diario de lo que descubrían, de lo que veían, de lo que pasaba. Siempre es alguien el que ve, vive y descubre, siempre está el deseo en la mirada, en las palabras, siempre está lo que uno quiere que algo sea. Pero no es lo mismo que estar asegurando algo todo el tiempo, que ponerle etiquetas a las cosas, que andar tratando de convencer siempre. Mejor contar. Con un pin, con un cartón, con una pizza, con un afiche para colgar en la pared, con las palabras de un lado y del otro.
Gracias por contar tus historias.
😉📚🍷