Alicia es el nombre de mi tía, una de las hermanas de mi papá. El primer recuerdo que tengo de ella es de una foto, yo estoy en la peluquería y ella atrás mío, mirándome en el espejo. Yo debo tener 5 años. Supe después que fue la primera vez que volvió al país luego de la ultima dictadura militar y su exilio. Yo nací en el año 76, en el 82 u 83 es de cuando debe ser la foto. Ella tenía el pelo rojo, era joven y brillaba. Fui descubriendo su historia de más grande, primero cuando me las contó mi papá, también mi mamá, luego yo fui a buscarla para que me ayude a saber lo que había pasado en esos años. Recién cuando entré a la facultad empecé a estudiar sobre esos años y me supe parte de una generación atravesada por la dictadura, las desapariciones y el exilio. Mi tía nunca volvió a vivir a Buenos Aires, la ciudad donde estudió y de la que huyó de apuro. Venía de viaje primero desde Brasil, luego desde Chile, y la acompañé varias veces a su ritual porteño: comprar libros de saldo en Corrientes y comer en algún lugar por ahí. La última vez, en una parrilla en la calle Lavalle. Alicia murió joven, de cáncer, viviendo en Chile con su hermana. Siempre sentí que Alicia necesitaba volver a vivir en Buenos Aires, pero es posible haya sido más mi deseo que el de ella. En esos años yo me enamoraba de esta ciudad en la que vivía hace poco y quería compartir ese amor. Hoy se que la Buenos Aires que amo la construí desde los recuerdos de personas como ella, de mi deseo espejado en otros, de mi búsqueda de crear un lugar propio que me era ajeno y desconocido.
Mientras escribía sobre Alicia mi hermana Carmen compartió algunas fotos de ella, una es esta que está pegada en un sobre de los que se mandaban por avión. La recordé, escribí sobre ella y apareció esta foto. Hay algo bello cuando esto sucede, cuando el azar se pone del lado del sentir. Como el algoritmo que te trae a la persona que nombras.
El otro día Aurora me empezó hablar del cartero, también lo llamó Postman, imagino por algo que está aprendiendo en el jardín. En el único año que viví fuera del país escribí y mandé muchas cartas a todas las personas que quería. Ya era un ritual antiguo ese momento, pero aún funcionaba. Le he intentado explicar a Vicente y a Aurora como era mandar cartas, narrando el proceso, que era la forma de contar algo en la distancia. Era eso, pero pasaba otra cosa. No era decir, no era contar, era escribir. Era el tiempo y el deseo.
Así me ha dejado el exilio, escribió y no puedo dejar de mirarla buscando eso. No era solo decir, no era contar, era escribir, era cruzar el tiempo. Era compartir un deseo.
En Roma pensé para el mes del aniversario de la muerte de Gardel que con una pizza en homenaje a él te llega un sobre con una postal adentro. La postal es una foto de Gardel y Corsini, que vamos a colgar en el bar y que está ya colgada en las paredes del Museo Casa Carlos Gardel. La idea es que los que la reciban la pongan en algún lado y así la foto no solo esté en la que fue en la casa de Gardel y su madre, sino también en el Bar Roma y en la casa del que quiera. La postal tiene un texto que escribí y dice que el deseo está cumplido, porque esa postal ya viajó hasta tus manos.
Hace poco mi hermana me mandó de regalo desde Estados Unidos un libro para Vicente y Aurora. El libro estuvo meses en la aduana hasta que una carta me avisó que podía pedir que lo entreguen, hice el trámite y me llegó en un sobre lleno de polvo. Luego supe que eran unos caramelos que viajaron junto al libro y se pulverizaron. Llegó también una carta escrita por mi hermana Julia para Vicente y Aurora en la que les contaba que a mí me gustaba mucho esa historia de chico. Yo no lo recordaba, sí recuerdo que lo leí en la facultad, cuando pasé por Puan, en la materia literatura inglesa. Lo leímos junto con la teoría del caos y otros textos de ciencia que cruzábamos con novelas y poemas. Compré una versión barata de Alicia y una vez la arranqué una hoja y la pegué en la pared. Es la parte en la que el Alicia le pregunta cómo salir de ahí, el gato de Chesire le contesta que eso depende de dónde quiera llegar, Alicia le dice que no le importa mucho dónde y el gato cierra la charla diciendo que entonces no importa tanto, que si camina lo suficiente siempre se llega a algún lado. Si le tengo que poner una palabra a como me sentía en ese momento puede que sea perdido. Por eso me gustaba tanto ese diálogo, era la única y mejor respuesta que necesitaba. Aurora y Vicente están en una edad en la que charlamos, les cuento algo y vamos construyendo un diálogo. Cuando salimos a pasear les cuento de la ciudad, de los lugares donde vamos, de qué veo y les pregunto qué ven. A veces les digo donde vamos, a veces no, y cuando no lo hago solo les digo que es una aventura. Trato de decirles lo mismo que el gato de Chesire, que lo importante es sentir para saber y caminar lo suficiente.
Otro texto que pegué en una puerta fue el comienzo de Trópico de Cancer. Agarré ese libro porque había escuchado que Miller era uno de los escritores favoritos de mi abuelo Teté. Teté se llamaba Edin Adonis y siempre fue una figura mítica en mi vida, aunque lo conocí, compartí momentos y tengo recuerdos vívidos con él, fue más fuerte el aura que lo vivido. Lo que recuerdo pegado es esto que ahora volví a buscar: “Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar. No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy.” No recordaba todo lo que viene antes y como realmente empieza el libro: “Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos. Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como éste? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos. Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo. Dice que continuará el mal tiempo. Habrá más calamidades, más muertes, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar”. La sensación de abismo y libertad es todo, era todo, seguro es todo para alguien que lo lee ahora.
De ese comienzo del libro hoy pondría en mi pared esto: “Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando”. Ahora esta es mi pared y mi cantar es escribir.
De esa cursada de Literatura inglesa además de la teoría del caos que leímos en fotocopias mal impresas recuerdo algo que repetí como un slogan: el arte anticipa a la ciencia. Es probable que si busco esa frase no exista pero la tomé siempre como un motor de búsqueda, cómo un prisma para pensar. En esa facultad fea en la que fui muy feliz y de la que me fui llorando conocí a Estanislao Sofia, psicólogo que se metió ahí a aprender otras cosas. Descubrimos que fuimos a la facultad de psicología muchos años al mismo tiempo aunque él la terminó y yo no. Él no terminó Letras, yo tampoco, pero logramos una amistad. Él armó una carrera académica, se fue a vivir a Paris y nos terminamos encontrando ahí en un viaje mío. Esa fue nuestra real carrera conjunta: vivir siempre lejos y encontrarnos en el camino. Ese encuentro terminó siendo parte de Cócteles en el camino, un libro que armé con anotaciones que fui haciendo durante años en mis viajes. Alguna vez me dijo que estaba muy bien, que estudiaba todo el tiempo, que a veces trabajaba de noche y que comía arroz casi todos los días, porque lo único que necesitaba era tiempo para leer. Que era feliz con ese tiempo.
No es tan común encontrar alguien que tiene muy claro cómo es feliz.
Tras uno de los encuentros con Estani escribí esto que terminé metiendo en mi libro. Primero estuvo en facebook, donde aún está, como parte de mi memoria: Solo quedan los restos sobre la mesa, de la mousse de chocolate, del confit de canard, del reblochón, de la soupe a l´oignon, du vin rouge, del dinero, de las actrices que crearon esas noches de Paris que ya no existen, del recuerdo de los amigos, la canción de Elvis en Helsinki, el recuerdo del caballo en Nevsky, la mugre de los mercados, el vodka de la mano y a oscuras, de la mesa en que se dice siempre la verdad. “En este lugar vivió Hemingway” me señala Estanislao donde hay una placa de mármol que fecha la estadía del norteamericano en los años 20 del siglo pasado. Hay una frase del escritor de su libro Paris era una fiesta en la que habla de lo pobre, de lo joven y de lo feliz que fue en esta ciudad. Caminando por las calles que rodean esa casa, mi amigo me cuenta que hacía mucho que no andaba caminando sin rumbo por la ciudad en que vive, lo linda que es Paris y cómo a veces, encerrado en su casa lo olvida. Pasamos por un gran edificio en la Place du Panthéon y Estanislao me invita a entrar. Un hombre nos detiene, nos pide la credencial y solo como un favor nos deja pasar, pero solo a la gran sala que tenemos delante. Para lograr entrar más allá, llenamos los formularios de inscripción para tener nuestro carnet. “Es válida por dos años a partir de hoy”, me dice en francés el hombre de la mesa de entrada de la bibliotheque Sainte Genevieve, y me entrega una credencial blanca, con el dibujo en negro sobre blanco de unos de los arcos que sostienen el edificio. Dentro, cientos de estudiantes rodeados por paredes repletas de libros leen en silencio, mandan mensajes de texto, escriben en sus computadoras, se miran al pasar, callan, entran, salen, aprenden, olvidan. Para recibir mi carnet de ingreso mantengo mi nombre, doy una dirección que pronto no tendré más, otra que fue mía por sólo cinco días, invento una profesión, un motivo, una búsqueda y un deseo. Esas son las cosas que te piden para entrar a la biblioteca, eso hay que tener, eso hay que saber. La foto que me saca con una cámara pequeña de lente Zeiss queda en una de las esquinas de la credencial. Sonrío, con la boca y mis ojos casi cerrados. Soy yo, me reconozco, aunque también podría ser otro. Soy otro, aunque podría ser yo. Se terminó el viaje. Una foto para entrar en una biblioteca de Paris guarda mi cara. Quién sabe qué cara tendré el día que vuelva.
Al final Alicia y yo creímos en algún momento que una foto nos iba a ayudar a saber. A volver. A saber volver. A saber quien es uno cuando vuelve. A que otro vea. Que ver ayude a sentir. Saber y sentir. Yo sigo buscando todo eso en las fotos. En las que busco, en las que saco, en las que pienso en mandar con una pizza.